[ bicitácora en eterno borrador ]

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primero desde las montañas de Colombia, del Perú y del Ecuador. después desde la Amazonía toda hasta el extremo oriental brasilero. París. Sarajevo. Y ahora, Delhi..

nota: Las entradas no están en orden cronológico, pero cada una tiene fecha: 'd' corresponde al día de viaje, siendo el primero -el día del viaje- el 'd 0'.

jueves, 4 de noviembre de 2010

varanasi. mi sueño en las escalinatas

lunes 1 de noviembre, 2010
d. 64
__varanasi, india

Estoy en Varanasi, antigua Kashi, ciudad sagrada de Shiva. Estoy en el sueño de las escalinatas, pero mi sueño es muy distinto al que  tuvo Zalamea hace 50 años, de espaldas al rio. Yo no le doy la espalda, lo miro de frente y le doy la espalda a los templos y los palacios. Quizá es lo que él hubiera querido hacer.

Una vez más, sin saberlo, mi madre traza la ruta. Por ella conocí hace años (década y media) el Sueño de Zalamea. nunca supe que era en la India ni mucho menos en Varanasi. No lo entendí bien, me pareció demasiaod fantástico. Ahora, estado acá, ya viejo, lo veo tan claro.

La ciudad es tal cual comoi él la pinta. La describe con palabras mejor de lo que nunca podré. Recominedo que lo oigan de su propia voz (AUDIO______________). Espero poder bocetearla con imágenes y llegarle a los talones. Aparte de la ambientación de la ciudad, la crítica y el grito que da al mundo lo entiendo, pero ya soy de otra época, ya no grito con él.

A continuación les dejo el principio de su plegaria, donde ambienta la ciudad, a su manera:

El sueño de las escalinatas (jorge zalamea)  (oir acá)



1

Como los lectores de libros sacros, los pregoneros de milagrerías y los loteadores de paraísos y nirvanas, también yo he de sentarme de espaldas al Río, frente a las escalinatas plagadas de creyentes y obsedidas de dioses vivos y muertos; frente a los Templos de ladrillo y cobre sobre cuyas escamas la luz hierve y crepita; bajo los empinados Palacios en cuyas azoteas cunde la algarabía de los monos.

También yo he de llamar a los creyentes para que formen corro en torno mío, y me escuchen.

Pero no he de leerles milagros de dioses, ni hazañas de héroes, ni amores de príncipes, ni prover-bios de sabios. Pues respondiendo a lo que viera el ojo, el duro brazo de la cólera arrebató el libro abierto sobre mis rodillas y los destrozó contra el viento. Y ahora el viento dispersa sus hojas sobre el Río, como ahuyenta el huracán a una bandada de pájaros de mal agüero.

¡Ah! he repudiado el libro.

He abolido los libros.

Sólo quiero ahora la palabra viva e hiriente que, como piedra de honda, hienda los pechos y, co-mo el vahoroso acero desenvainado, sepa hallar el camino de la sangre. Sólo quiero el grito que destro-ce la garganta, deje en el paladar sabor de entraña y calcine los labios profirientes. Sólo quiero el len-guaje del que se hace uso en las escalinatas.

Pues tengo el designo, ¡oh, creyentes!, de abrir audiencia aquí, sobre las escalinatas, de espaldas al Río, frente a los Templos y bajo los Palacios.

Designio de incoar un proceso - el vuestro -; de armar un alegato - el vuestro -; de reanudar, fo-mentar y dirimir la más antigua querella - la vuestra.

Apelo a vosotros, ¡creyentes! Necesito de vosotros y de todos los seres de condición contradicha.

He aquí, pues, mis citaciones a esta audiencia:

En primer término, cito a los hongos humanos que proliferan sobre las escalinatas o agonizan en ellas:

Esculturas vivientes, gesticulantes y gimientes que abren avenida hacia la abierta sala de nuestra audiencia:

El adolescente epiléptico que hace precipitar el ritmo de las plegarias con su alarido de entusias-mo y su bramar de espanto;

el enano que salmodia su irreparable mendicidad bajo el lujo su enorme turbante amarillo;

el paralítico que, con sus tablillas ambulatorias, remeda sobre la sorda piedra la invitación de las castañuelas a la danza;

la leprosa que, mendicante, púdica, coqueta, desesperada, exasperada, cierra o hace flotar el vuelo violeta de su manto sobre su desleída carne gris;

el niño que pone al sol los coágulos azulencos de sus ojos descompuestos;

el hermoso mozo mutilado por sus propios padres para que la muda y nuda plegaria de sus mu-ñones le garantice el pan de cada día;

el demente,
el sifilítico,
el calenturiento,
el idiota,
el varioloso,
el pianoso,
el tiñoso,
el sarnoso,
el caratoso,
el tuberculoso,
y toda la horda innumerable de los consuntos.

Que vengan aquí, que se acuclillen en primera fila, muy cerca de mí para que su yerta brasa haga borbollar las palabras en mi pecho hasta que broten de él lenguas de fuego.

Pues quiero desatar un gran incendio.

Doy luego precedencia en mis invitaciones a las gentes que viven un poco más allá de las escali-natas, detrás de los Templos y los Palacios:

las muchachas que acarrean las arenas y reciben en pago de su afán minúsculas hojuelas de esta-ño;
los vendedores de leños para las piras funerarias;
los vendedores de tierras de colores para los tatuajes de la casta y el rito;
los vendedores de rosarios de sándalo, nueces o vidriería, que amansan la ira e inoculan la resig-nación;
las niñas que venden guirnaldas para adornar las esquivas gargantas del Río;
las niñas que venden diminutas almadías de paja con dos velillas encendidas para ofrendar al Río;
las solitarias abuelas varicosas que exponen con tímido orgullo, sobre un pingajo de saco, seis nueces, cuatro pimientos rojos y un mango marchito;
los escribanos que copian la letanía de las miserias iletradas; de la madre que busca al hijo para que le dé un sudario; de la niña abandonada que no quiere perder el cielo del pecho de su amante; del jornalero que clama contra una justicia de expropiadores;
los vendedores de tortillas;
los vendedores de especias;
los vendedores de hojas de batel;
los vendedores de buñuelos en que arraciman las abejas;
los vendedores de emplastos;
los vendedores de pájaros;
los vendedores de bálsamo y laxantes;
los vendedores de ceniza;
los vendedores de sal;
los vendedores de agua...

¡OH delirante confusión del comercio de las cosas nimias y necesarias! El comerciante cuenta en fracciones de céntimo sus ganancias y el comprador irrita su propia hambre con un puñadito de garban-zos o recontados granos de arroz.

Que abran el parque de los profetas y los dejen venir hasta mí, con sus salientes ojos alucinados, sus arremolinadas greñas, sus barbas cundidas de piojos y sus inciertas piernas de abrios de Dios. Que los dejen llegar hasta nosotros, pues necesitamos su testimonio. Su demencia corrobora nuestra razón y sus palabras nuestro designio.

¡Crece, crece la audiencia! Hay ya silbos de llama en la brasa.

¡Que vengan también el herborista y el sacamuelas; el botero y el guía; el alfarero y el tejedor de mimbre; el astrólogo y el sastre; el homeópata y el acumputurista...

que vengan las mujeres que trituran las piedras al borde de las carreteras;
los ancianos que rasuran el vello amarillo de la tierra cercana;
el niño tuerto que teje los saríes de púrpura y de oro;
los hombres que tiran de los carros cargados de grandes vasijas de gres;
los encantadores de serpientes;
los colectores de boñiga;
los cornacas;
los hombres que cuidan de los monos en los templos olorosos a orina y benjuí;
los remendones de babuchas;
los pastores adolescentes de jabalíes y búfalos;
los barberos que, en cuclillas, rasuran y tonsuran a sus clientes entre las ruedas locas de los ricks-haws;
los mozos de tiro de los rickshaws;
los ganímedes de leche de coco;
los trenzadores de cuerdas;
los basureros y los recogedores de colillas;
los esquiladores y cardadores;
los camelleros y burreros;
los poceros y los pregoneros;
los estafetas y las plañideras;
la mujer que tuesta los garbanzos;
la que cuece el arroz;
la que sabe parar los flujos;
la que maquilla a la niña impúber;
la casamentera y la amortajadora;
los que baten el cobre, los que graban el cobre, los que nielan el cobre...
y los incineradores de cadáveres,
¡y las parteras de la miseria recién parida!

¡Oh lancinante algarabía de los humildes menesteres! Y de los bajos oficios. ¡Oh inacabable ne-cesidad de las manos que ofrecen su trabajo! ¡Oh codicia fatal de las manos que reciben el trabajo!

¡Crece, crece la audiencia!

Que vengan todas las gentes de sudor y de pena de Benares, y me den todas ellas su venia para ci-tar a los campesinos rebeldes de Hayderabad;

a los artesanos maldicientes de Jaipur;
a los tasadores de basuras de Bombay;
a los pescadores acongojados de Madrás;
a los pastores de Cachemira;
a los choferes de Delhi;
a los tejedores del Deccan;
a los leñadores del Punjab;
a los colectores de cadáveres de Calcuta...

Que vengan todas las gentes de sudor y de pena de la India, pues plantearemos un gran pleito y fomentaremos una gran querella con su asentimiento y testimonio.

La audiencia es entre el Río y los Templos; sobre las escalinatas y bajo los Palacios. Sin es-perar la tarde: bajo el colérico sol que denuncia hasta el hongo en la axila del notable.


2


Detrás está la ciudad: henchida, clueca, erizada de cúpulas, minaretes y terrazas, empollando sus muchos siglos; rumiando su pasado, tal una vaca bajo el bordonero de los tábanos; pasando y repasando su rosario de soles y de lunas como un fakir encenizado; censando sus caudillos, sus khanes, emires, emperadores y gobernadores; empadronando sus hechiceros, sus brahmines, sus lamas, y sus imanes; haciendo balance de invasores y contabilidad de lenguas; recitando crónicas, anales y memorias de pestes, incendios, deslizamientos, inundaciones, terremotos, tifones, sequías, guerras y hambrunas; suputando sus muertos que descienden hacia el Río e inventariando sus recién nacidos que suben hacia el hambre.

En la confusión de los elementos – cuando el aire, el fuego, las aguas y la tierra eran un común hervor -, surgió del légamo el lígam legatario y esparció su quemante esperma, confirmando las incier-tas riberas, dando cauce al río y engendrando la ciudad.

Unas cuevas en las escarpadas orillas, unos montoncillos de adobes más arriba, tal fue su origen, su remoto comienzo. Y la necesidad rondando desde entonces, en torno, como ocelada fiera.

Su rumia secular le repite a la ciudad el sabor de los sudores iniciales, la quemadura de las prime-ras lágrimas; el hedor de las primeras negras sangres humeantes.

Fermentación bajo el sol altanero; proliferación sobre el humus del río. Y el infatigable conato del hombre de reproducir sus manos pedigüeñas y su boca insaciada. Y su precipitado corazón.

¡Ah! Rumia la ciudad sus gemidos de parturienta permanente; ora pariendo fosos y murallas; ora pariendo fuertes y fronteras; ora pariendo mezquitas y pagodas; ora pariendo palacios y vanas tumbas. Toda cosa parida – hermosa, grandiosa, fabulosa- envuelta en la amarilla placenta del hambre.

Vientre cuyo flujo no reconoce tasa ni peaje, en el impudor de su celo milenario expele genera-ciones como vastas ovadas de renacuajos y pone esos huevos cósmicos bajo cuyo esculpido dombo se refugian los dioses y tratan de recalentar los hombres y la yerta metafísica del hambre.

Indiferente al destino de su criatura, adorna su gran cuerpo polvoriento con pulidos falos de pie-dra, de madera, de cobre, de hierro, de oro...por su eterna herida supurando generaciones necesitadas.

A cada vuelta de siglo, se hacen más distintas en el clamor de sus criaturas palabras, quejas, ge-midos, gritos, alaridos de hambre, reclamos de justicia y de paz. Los siente en sus flancos como breve quemadura, como fugaz herida recurrente. Y se voltea sobre su propia desazón tal una barcaza abando-nada de tumbos sobre la ola contraria.

Sobre la rumia de la ciudad, el cielo azul, impasible, surcado por el vuelo místico de las apsaras y el vuelo escandaloso de las guacamayas.

Manan los hombres de la ciudad hacia el Río; se vierten por las escalinatas como una lava lenta y escabrosa; extraviado cada uno en un sobresaltado ensueño de viandas humeantes y divinos visajes.

Consolación de los colores: el incierto, el inquieto descendimiento de la muchedumbre por las graderías, se afirma e ilumina con las rojas trenzas de un turbante, los pliegues de un manto amarillo, los visos de un sarí violeta, el breve vuelo de un velo verde y la vasta palpitación de un gran lienzo blanco entregado al mudo furor del viento.

3


Ya estáis aquí, creyentes, en torno mío, poblando las escalinatas.

(pueden conseguirlo completo en intenet)

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amarilla [musa paradisiaca]

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