[ bicitácora en eterno borrador ]

[ bicitácora en eterno borrador ]

primero desde las montañas de Colombia, del Perú y del Ecuador. después desde la Amazonía toda hasta el extremo oriental brasilero. París. Sarajevo. Y ahora, Delhi..

nota: Las entradas no están en orden cronológico, pero cada una tiene fecha: 'd' corresponde al día de viaje, siendo el primero -el día del viaje- el 'd 0'.

lunes, 23 de febrero de 2009

yo cazador


viernes 2 de enero, 2009 *
d 374
_el calderón, leticia, amazonas, colombia

Nunca he disparado un arma, estrictamente hablando. Siempre he pensado que con mi cámara estoy armado. No he tenido el interés de apretar un gatillo y hacer volar una bala hacia un objetivo. Cuando era pequeño mi mamá no me dejó tener juguetes violentos. En la adolescencia pedí una pistola de balines como las de mis amigos. Fue en vano y la verdad es que no me hizo falta. Sólo me había dejado llevar un poco por ese deseo de ser como ellos.

En los años en que he vivido nunca tuve oportunidad de disparar un arma. Y nunca la busqué. Es más, la esquivé. Pero hoy era mi oportunidad. En el pasado algunas veces ya había acompañado a Rigoberto, un cazador huitoto, por la selva. Fue en el Putumayo. Eran más jornadas de pesca nocturna en canoa en las que él llevaba una escopeta por si acaso. Pero nunca se dio la ocasión de dispararla. Yo iba como un observador pasivo.

Esta temporada en la selva he compartido mucho con cazadores. Tal vez habría podido pedirles que me llevaran, pero, a diferencia de los otros forasteros que vienen por acá no me llamaba la atención. Pensaba en esas largas jornadas en la mitad del monte, a la interperie, rodeado de mosquitos y muerto de sueño. Además, sabía que no les gusta llevar gente de fuera a sus jornadas; somos un estorbo. Tampoco me llamaba la atención el matar un animal. Había visto la matanza de una vaca en la Paya y había quedado muy impresionado por la cantidad de carne y sangre y por la semejanza con el cuerpo humano. La pesca me gustaba pero se me dificultaba sacarle el anzuelo de la boca al pez coleando y tratando de escapar. Sin embargo, ya viviendo en la selva un tiempo me había acostumbrado al hecho de depender de la carne de monte para sobrevivir. Se practica de manera natural y equilibrada. Es para el consumo propio. Y es de la mejor carne, pues son animales que corren libres por el monte y comen pepas. Sin embargo, la caza la veía más como un plan para jóvenes urbanos ávidos de aventuras extremas, de adrenalina, de machos con pistolas e historias para pavonear: niños grandes jugando aún a los policías y ladrones. Jóvenes de los que veo paseándose a mi alrededor mientras escribo y edito mis fotos. Mi búsqueda estaba muy lejana de eso; más íntima, y en un ritmo más lento.

Acá en el monte la caza no sólo se volvió algo cotidiano, sino algo primordial. Y, sin darme cuenta, los hechos se precipitaron. Hace dos noches, el 31 de diciembre, faltando cinco minutos para las doce, despertamos a Ferney para celebrar. Yo ya sabía de su costumbre de disparar a media noche. No era la típica fiesta de fin de año, con baile, trago y orquesta hasta la madrugada. No. Era otra cosa: un grupo de amigos, vecinos y familia reunidos en el monasterio Gnóstico en medio de la selva para celebrar. En un impulso que me sorprendió pero no evité le dije que me dejara disparar el tiro a media noche. Me dijo que listo, y faltando un minuto disparó. Después, volvió a disparar. Más tarde entendí que él había entendido que yo también disparaba. Claro, estaba medio dormido…

La noche siguiente, después de una sesión de meditación gnóstica y algunas hassanas de yoga quedé estimulado y acepté la invitación de pesca nocturna que antes había rechazado. La noche era la primera del año, y sin duda la más bella. En la oscuridad total de la selva íbamos remando rio arriba bajo un río de estrellas. La noche me llevó a cazar un gran pez con machete, pero lo dejé escapar. Para nuestra dicha, fue atrapado más tarde por los que iban en la otra canoa. Al día siguiente fue el desayuno de todos.

Dos días después volví a la casa de Ferney. A él le había quedado sonando lo que le dije a fin de año y me invitó a cazar esa noche, aprovechando que tenía dos escopetas.
-Vamos por una boruga. Ya vi el pepero donde están comiendo.
No pude decir que no. La boruga es un roedor muy grande, pero más pequeño que el chigüiro. Es café y tiene pintas claritas a los lados. Su carne es deliciosa. Son como los conejos: paren y paren y paren. Por eso, en la ciudad les dicen borugas a las prostitutas. Así que en esta zona se sale de noche a boruguear y puede ser dos cosas totalmente opuestas si se está en el monte o en el pueblo. Los cazadores pistean durante el día los caminos, las huellas, y sobretodo, los árboles que están soltando pepas y que se ve que están comiendo. Entonces arman la pacera para ir en la noche a cazar.
-Pero no sé disparar- recalqué.
-Ahh- exclamó con cara de duda.
-Llévelo que él sirve para eso –repuso Mercedes, su esposa- es tranquilo y callado, no como el francés, que si lo lleva se pone a bailar salsa en la hamaca.
-Listo, vamos, pero va a estar lejitos de mí- sentenció.
En ese momento me arrepentí un poco porque si ni siquiera iba a estar cerca de la acción, pues no tenía tanta gracia. Ni siquiera iba a poder oler la pólvora tras el primer disparo como hacen los cazadores para perder el miedo.
-Alístese, salimos al atardecer porque la luna no demora.

Preparé mi equipaje sin mucha ilusión. Llevé todo lo imaginable para defenderme de los mosquitos, menos repelente que espanta a los animales. No sabía si llevar un libro para no estar tan aburrido, así que le pregunté:
-¿Qué hace mientras espera? A veces son horas ahí, ¿no? ¿En qué piensa?
-No, usted no puede estar haciendo nada, tiene que visualizar el animal, llamarlo con la mente, conectarse con él.
Nos sirvieron comida antes que a todos los demás. Por la prisa no pude terminarme el chocolate caliente. Estaba recién bañado y ya sudaba del calor.

Salimos caminando en silencio entre la oscuridad. Ensayé una conversación sobre la caza, pero sus respuestas monosilábicas me dieron a entender que no era el momento. Se fumó un peche y me dijo que si quería era el momento pues más tarde, cuando llegáramos a la pacera no se podía. Lo rechacé. Sudando me limité a caminar detrás suyo sin siquiera fijarme en el camino.

De repente se detuvo, alumbró unos palos amarrados en dos árboles y me dijo:
-Montese acá. Yo voy a estar al otro lado del camino.
-No voy a ver nada- Pensé con resignación.
Me detuve un momento a contemplar la que sería mi pacera esa noche: un palo amarrado con bejucos más o menos a metro veinte sobre el piso y otro encima a la misma altura. Arriba debía colgar mi hamaca de los dos árboles. Estaría a unos tres metros sobre el piso. Me instalé, usé el mambe y el ambil, y me quedé quieto y callado en la oscuridad. Para no llamar la atención de los mosquitos me concentré en respirar lo más suave y sutilmente posible. En medio de esta meditación, me conecté con el lugar. Con el oído empecé a ver en la oscuridad. Entendía como los diferentes animales se comunicaban entre sí en el espacio. En un momento sentí un sonido encima de mí y alumbré para verificar que no hubiera una serpiente bajando por uno de los árboles. Nada. Sólo estrellas opacándose por la luna que empezaba a brillar. Seguí concentrado, identificando las diversas conversaciones entre los distintos animales en alturas diferentes de la selva. En un momento tuve una idea absurda que me lleno de pavor: Ferney me alumbró con la linterna y pensé que me iba a matar, lo iba a hacer parecer un accidente. Organicé las ideas buscando razones: será que pensaba que yo le coqueteba a su hijita. No podía ser. Me escondí tras unos árboles. Nada. Borré esos pensamientos y logré conectarme definitivamente con la selva, con el momento, ser conciencia pura con el todo.

De pronto, visualicé la boruga. La sentí acercarse. La oí. Prendí la linterna y alumbré debajo mío. Eran dos. Una pareja. El macho, grandote, llevaba una pepa grande de matamatá en la boca. La hembra era un poco más pequeña. Alcancé a sentir su olor. Se quedaron tranquilas y siguieron buscando pepas en los alrededores. Siguieron su camino.

Quince minutos más tarde oí un sonido. Era la boruga abriendo y masticando una pepa. Alumbré. Estaban las dos no muy lejos de mí, quietas, comiendo. Hice un esfuerzo mental para mandárselas a Ferney. Pero él no disparó. No funcionó.

Otros quince minutos después volví a sentirlas. Las oí. Estaban de nuevo debajo de mí. No sabía qué hacer. Estaba arrepentido de no haber llevado la escopeta. Estaban tan cerca que era imposible fallar. ¿Lanzaba el machete? ¿Le avisaba a Ferney? Pero me quedé callado, mirándolas, fascinado. Sabía que él no sentía nada ni veía nada: mientras que yo alumbré tres veces en las que seguí lentamente a las borugas alrededor mio, él alumbraba cada cierto tiempo en todas las direcciones, buscando.

Sonaron truenos muy fuertes y me gritó:
-Nico, va a llover. Vámonos.
-He visto tres veces una pareja de borugas- contesté.
Rapidamente descendió de su pacera con todo su equipaje y vino. No resistió la información. No le importó que nos mojáramos. Se subió a mi pacera y esperó. Me di cuenta que tenía una respiración fuerte y agitada y pensé que así espantaría a los animales. Después me dijo que a él sí lo habían picado los mosquitos. Yo no había sentido ni uno. Pronto empezó a llover. Descolgué mi hamaca y nos fuimos caminando. El estaba aburrido. Yo en cambio estaba feliz. No sólo había visto seis veces borugas en un rato, sino que había descubierto mi facilidad de conectarme con la selva de noche, había despertado mi vocación de cazador. Igualmente, había desperdiciado mí oportunidad. Decidí que iba a aprender cómo funciona un arma, cómo se apunta, y me aprendí el camino de regreso para poder volver.

Para hacer más agradable el camino de ofrecí un chocolate brasilero.
-No tenemos boruga pero tenemos chocolate- le dije.
Lo aceptó de mala gana, pero lo disfrutó. Llegamos empapados. El estaba aburrido. Yo estaba realizado.

* * *

sábado 3 de enero, 2009 *
d 375

Al día siguiente me desperté con la sensación que tuve en la pacera la noche anterior, aún estaba latente. En algún momento de la mañana surgió el tema de la cacería y Ferney me mostró en dos segundos una escopeta y dijo:
-Es fácil.
Y se fue. Me quedé con ella en las manos, absorto por todas las preguntas complejas que hacían que no fuera nada fácil. La puse en posición de disparar y las preguntas se multiplicaron. ¿Dónde la apoyo? ¿Cómo se mete el cartucho? ¿Cómo se carga? ¿Cómo se apunta? ¿Se dispara y ya? ¿Y, cómo se saca el cartucho? ¿Se lleva cargada caminando? ¿Cómo se agarra? Pero él ya estaba lejos. Así que la dejé en su lugar, entre los paños de hoja de palma del techo y las vigas y me puse a preparar el ají de lulo que doña Mercedes necesitaba para el almuerzo. No podía dejar de pensar en la cacería y en las dudas que tenía al respecto. Entonces llegó Pablo del maizal cargado con un costal de choclo tierno y todos se pusieron en la tarea del envuelto: sacar el capacho para envolverlo, quitarle los pelos, desgranarlo, molerlo, hacer la masa, cocinarlo… Terminé de cocinar el ají y aprovechando la concentración, cogí la escopeta sin municiones y me fui al segundo piso a familiarizarme con ella: cogerla, cargarla, montarla, apuntar, disparar, descargarla, soltar el gatillo sin disparar, volver a cargarla, apuntar a un tronco, a una gallina, seguirla, disparar, seguir un arrendajo, abrirla, cargarla, cerrarla… En esas llegó Alejo, el hijo de once años de Ferney. Empezamos a hablar de caza. A pesar de su corta edad y de no haber cazado nunca por su falta de fuerza para hacerlo, el haber acompañado incontables veces a cazadores que lo habían convertido un experto en la teoría de la caza. Su experiencia la tiene sobretodo de haber acompañado a otro de los hijos de la casa, a Javier, que con diecinueve años ha cazado más de 200 borugas, veinte venados, treinta cerrilos, cinco dantas… El me solucionó todas las dudas y me dio más confianza. Me enseñó a hacerle mantenimiento a la escopeta y quedó funcionando limpiamente.

Entonces estaba listo, pero no estaba seguro de dónde apuntar para disparar. Así que le pregunté esa única cosa a Ferney.
-Coja un cartucho, vaya por el potrero, ponga un blanco y ensaye un disparo.
Alejo me acompañó. Fuimos lejos de la casa y pusimos un tarro sobre un tronco. Me paré a unos quince metros, y me preparé con calma. Alejo quitó unas plantas que estaban en el camino y le reclamé:
-En el monte no voy a poder hacer eso.
-No importa, es para ensayar.
Entonces le disparé. Le di en todo el centro. No se puede comer este tarro, pensé, pero igual, es un principio.

Por la noche los truenos embolataban la salida. Estaba deseoso por ir a cazar, pero cada vez se retrasaba la salida. A las 19:40 tomamos la decisión de salir. Ferney me dio varios cartuchos y le dijo a Alejo que me acompañara. Alistamos el equipaje y salimos al camino. Le di un chocolate a Alejo y empezamos a caminar. Me dijo que la cargara por si acaso, pero le dije que aún no estaba listo. Me sentía muy agitado y no quería caminar así con una escopeta cargada, por el monte. Comparado a la calma del día anterior en que iba de acompañante, estaba muy acelerado, sudando. Usé el mambe y el ámbil,. Conjuré el ámbil intuitivamente, como conocía que lo hacían los cazadores huitoto. Le pedí permiso a la madre tierra, a la dueña de los animales, al monte, al jaguar, rey del bosque y a la boa, reina del río, una boruga. Quería una para compartir con la familia de Fenrey y de Valeria, con quienes estaba tan agradecido. Entonces cargué la escopeta y seguimos caminando. Estábamos hablando sobre cómo acomodar las hamacas, si él encima o debajo, pues como principiante no quería compartir hamaca con él teniendo una escopeta cargada.

De pronto, unos ojos atravesaron el camino delante de nosotros. ¡Una boruga! Cruzó el camino corriendo y se internó en el bosque.
-Mírela, la boruga- dijo Alejo.
Corrimos al borde del camino, mirando hacia donde había entrado.
-¿La perseguimos?- pregunté.
-No, eso ya va lejos- dijo. Pero seguía buscándola con su linterna, así que hice lo mismo. Volví a preguntar:
-¿Vamos a buscarla?
-No, ya va lejos- repitió, pero seguía buscándola.
Entonces la vi.
-Ahí está- le dije. Ladié la linterna frontal, apoyé la escopeta, apunté despacio. Me di cuenta que no la había cargado, así que lo hice y apunté de nuevo. Me dijo:
-Hágale con calma- pero yo ya lo había pensado.
Cuando me sentí listo, disparé. Retumbó muy duro y quedé en shock un segundo. Olí la pólvora del cañón y perseguí a Alejo que ya había entrado en el bosque corriendo. Cuando llegamos al lugar, a unos quince metros nuevamente dijo:
-No le dio, acá estaba.
Entonces vimos que había volado unos dos metros para atrás y estaba boca abajo, muerta de un tiro certero en la cabeza. Alejo revisó si estaba preñada y si había muerto. La cargué para meterla en la maleta y sentí su fuerte olor a animal de monte. La cargué en la espalda y le dije:
-Y ahora, ¿qué hacemos?- pues estaba preparado para pasar un par de horas en la pacera.
-Pues volvemos.
Así que caminamos de regreso. Me dijo que cargara la escopeta por si aparecía otra. Pero yo estaba muy agitado y ya me habían dado lo que había pedido. Estaba feliz.

Cuando llegamos apagamos la linterna para llegar por sorpresa. En ese momento Ferney estaba diciendo:
-Ya deben estar colgando las hamacas, listos para esperar.
Y entonces nos oyeron y preguntaron:
-¿Quién está ahí?
No tuvieron tiempo de decir nada más. Entramos al comedor y les dije:
-Yo le pedí una boruga a la madre naturaleza para compartir con estas dos familias.
-¿Y que pasó?- preguntaron asustados.
-Acá está- dije mientras la descargaba.

Comimos boruga tres días, y la pude compartir no sólo con esas dos familias, sino con amigos del Calderón que antes me habían hospedado. Esos días estuve con el olor de la boruga impregnado. Un olor fuerte que no me permitía estar tranquilo. Dicen que una vez uno caza se imrpegna del olor y no vuelve a ser igual. Huele distinto a los animales en el monte, lo respetan. Además, ya se reconocen por su humor en la distancia. Ahora, desde ese día, soy un cazador.

* * *

No fue más que una confirmación más del aprendizaje del viaje: la mente es poderosa, y su poder, depende totalmente de nosotros, de nuestro dominio sobre ella.
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pueden ver fotos ac• (lentamente desactualizadas)
* del diario

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amarilla [musa paradisiaca]

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recorrido a través de suramérica [oEste-este]

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actualizado el 29 de marzo '09 en areia branca do rio grande do sul, brasil. recorrido en bici en azul / caminando en negro / en automovil o bus (gasolina) en rojo (el avión por ahora no lo pongo...) en barco por el amazonas azul punteado / paradas a dormir en cuadro negro con punto amarillo (solo sobre el amazonas y brasil. / del ecuador y perú, se pueden ver en entrada antigua (en proceso... como todo)