lunes 24 de noviembre, 2008 *
d 333
_leticia, amazonas, colombia
Hoy me desperté con los labios tan hinchados que me quedaba dificil abrir los ojos. Pablo me dijo riendo:
-Bueno días mi negrito.
Me miré en el espejo y era verdad. Siempre he tenido labios prominentes pero ese día tenía una bemba colorá. Por un momento pensé que tanta marimba, cumbia, y currulao, no sólo me habían transformado el alma, sino que empezaban a modificar también mi cuerpo. Pero pronto recordé.
Todo empezó hace dos días, el sábado, cuando iba camino a la carcel a visitar a San Diego. Estoy seguro que resulta mucho más interesante leer sobre una visita a la carcel que sobre mis labios hinchados. Sin embargo, la experiencia en prisión estuvo absolutamente determinada por la causa de la hinchazón. Así que las dos historias tejieron esta experiencia.
San Diego tuvo la mala suerte de estar simultaneamente en el lugar y en el momento equivocados. Aunque no le había hecho daño a nadie, no hubo manera de detener la pesadilla. Era real. Ese día un par de policias lo requisaron y encontraron treinta gramos de mariguana. Es decir, diez gramos más de lo permitido por la Ley 30. Su paquete dejaba de ser la dosis personal y se convertía en "producción, porte y tráfico de narcóticos". Aunque no le han dado la sentencia, ahora está viviendo en la carcel de Leticia, hacinado en un mínimo calabozo con cuatro presos más.
Hace dos semanas San Diego era profesor de colegio. Dedicaba su tiempo libre a la música, a la fotografía, al capoeira, y a la navegación fluvial. Y claro, a compartir con sus amigos. Como lo encontraron con mariguana, ahora se considera peligroso para la sociedad. El dice que fuma para conectarse con su interioridad y así crear, y también, para relajarse. Otros piensas que eso lo hace un criminal.
El sábado era la primera vez que yo podía ir a visitarlo. Lleva ya doce días preso, pero la semana anterior yo no había estado en Leticia. Ese día íbamos varios. Por la situación ellos se veían cabizbajos. Yo en cambio estaba contento y lleno de buena vibra para alimentar el espíritu de mi amigo encerrado. Absurdamente encerrado. La situación se hacía peor porque esa noche se presentaba su grupo de percusión en el Pirarucú de Oro, un festival de música amazonense en el que él no se iba a poder presentar. Es más, creo que ni siquiera alcanzaría a oirlo desde su celda. De todas formas yo llevaba muy buena energía para darle, para dejarle.
Pronto pasamos por la esquina de la gobernación, junto al parque Santander. En el anden estaba un extraño señor espantándose tranquilamente varias avispas que intentaban atosigarlo. Felipe y yo pasamos a su lado sorprendidos y una me picó en la pierna.
-Puta, dije al sentir el ardor, y seguí caminando.
Unos pasos más adelante sentí que otra avispa se me paraba en la misma pierna, y alcancé a quitármela con los dedos y tirarla lejos. Y claro, salí corriendo. Alcancé a pensar que no me había picado. Pero en ese preciso instante el ardor comenzó de nuevo. Me había picado muy cerca de la otra picada.
En la selva me han picado varias avispas y otros bichos extraños, pero además de la hinchazón y la rasquiña, nunca había tenido problemas. Ni siquiera con la primera avispa que me picó cuando tenía poco más de dos años. Ese puede ser el primer recuerdo que tengo. Vivíamos en Cali en un edificio alto frente al rio. En el primer piso había un panal de avispas africanas, grandes, negras y aterradoras. Aún veo la escena con nitidez. Entra un niño pequeño caminando en una cocina de baldozas, muebles y techo blanco. Al fondo está su mamá de espaldas, haciendo algo sobre el mesón. El niño camina decididamente hacía ella. Repentinamente grita y cae al suelo, sujetándose el pie mientras hace gestos de terror. En el piso hay una mancha negra. Es una avispa que aunque está muerta, lo pica cuando la pisa. Tardé muchos años en comprender cómo me había picado si estaba muerta.
El sábado camino a la carcel alcancé a ver bien a las que me picaron: medianas y con un aguijón pintado de rayas negras y amarillas. A pesar de las picadas, seguí caminando, pensando nuevamente en San Diego. Su situación dejaba en un segundo plano un par de picadas. Paramos a comernos unas empanadas antes de llegar y le mostré a Pablo la pierna. Me habían salido dos ronchas de diámetro normal, pero infladas y duras. A ratos sentía la punzada ardiente de la picada, igual que cuando me habían picado.
Poco a poco siguieron apareciendo síntomas extraños. Sentí una picazón en la entrepierna y en las axilas y pensé que podía ser un hongo de humedad, típicos de la selva. Después una leve razquiña en la cabeza. También me rascó un antebrazo y alcancé a distinguir una mancha rojiza. Pagamos y seguimos caminando.
En la entrada de la carcel, mientras nos registraban, percibí otras sensaciones extrañas. Fueron las primeras de muchas que irían apareciendo a lo largo del día, una tras otra, y que permanecerían por ratos prolongados, unas más que otras, sucediéndose y yuxtaponiéndose en mi atolondrada percepción.
Primero fue la rasquiña intensa en el cuero cabelludo, atizada por el inclemente sol. Después ví como aparecian ronchitas en mis brazos entre manchas rojas que me apetecía rascarme. También en los cachetes. Como tenía la certeza de que me pasaría pronto, entré a la cercel sin dudar.
En seguida del control estaba la improvisada peluquería de Isabela: una silla, unas tijeras y un gran espejo. Ya me habían hablado de él. De ella. En fin: un travesti brasilero encarcelado por tráfico de drogas y por homicidio: mató al sapo. Le pedí que me dejara ver en el espejo. El brote era leve. Estoy bien, pensé.
Alcancé a los demás en la escalera llegando al segundo piso. Entramos al primer corredor y en la primera celda encontramos a San Diego. A duras penas se podía abrir la puerta que daba entrada a un espacio reducido con cuatro camarotes embutidos coronados por una hamaca pegada al techo.
-Es tan pequeño que tienen que salirse para que entré el sol.
Como San Diego aún no había sido sentenciado, no había sido asignado a una celda. Iba a tener que dormir en carretera, como llaman al corredor frente a las celdas, pero un grupo de presos lo invitó a hacinarse con ellos y colgó su hamaca encima de los camarotes
Lo saludé efusivamente. Lo abracé con fuerza un buen rato y no pude evitar hablarle de las picadas. Pasamos a una especie de hall junto al corredor y nos sentamos en una banca de cemento. Me sentí un poco desequilibrado y me recosté. Tenía unas bolitas en los brazos y algunas en las piernas. Noté que las dos ronchas habían desaparecido. El cuerpo las había absorbido y ahora estaban recorriendolo todo por la sangre.
Acostado sentí una opresión en el centro del pecho. Respiraba bien. No sentía que tuviera nada que ver con los pulmones, pero sí había un peso, una presión, tal vés en el corazón. Pensé que ahí recostado y relajado se me pasaría. Me habían picado cerca de las nueve y ya debíe de haber pasado una hora. Ellos estaban hablando, oyendo las historias de esa semana en prisión. Acostado, el ruido del lugar me impedía seguir el hilo de la conversación y sólo registraba frases sueltas. Eso, sumado a mi estado y a mi posición, me impedía participar en la conversa.
El lugar era encerrado. Mi cuerpo estaba cubierto por una fina capa de sudor. Escalofríos recorrían mi cuerpo. Una leve rasquiña me hacía consciente de la piel. Me senté ilusionado con una mejoría. Pero todo se me revolvió. Me sentí inquieto. Me recosté de nuevo. Sólo quería quietud. Me quedé dormido. Cuando desperté estaba tranquilo. Me levanté y de nuevo todo se me revolvió. Todos me miraron. Me dijeron que estaba rojo e hinchado. Sentía los párpados pesados y tras ellos los ojos irritados. Tenía sed. Pero sobretodo, tenía una tristeza por no poder controlarme y ser dueño de mí para estar presente, compartiendo con mi amigo y enterándome de la manera de ayudarlo a resolver su situación. Pero sólo podía, y deseaba, estar tumbado.
Un preso nos propuso conseguir almuerzo para todos a cambio de una de las barras de jabón y uno de los rollos de papel higiénico que le habíamos llevado a San Diego. Como le habíamos llevado suficientes y teníamos hambre, accedimos. Así vislumbré una gota del mar de mafia que se vive adentro.
Cuando llegó el almuerzo me senté y recibí un plato de icopor con dos raciones de comida: mucho arroz coloreado de amarillo, un poco de ensalada, unas tajadas de maduro y un bocado de carne. El borde del plato estaba agrietado y cuando lo cogí, cedió. Mi condición no me permitió reaccionar y la comida se cayó al piso. No tuve otra opción que recostarme de nuevo. Eventualmente comí un poco, pero no me sentó bien. El estómago se resintió, estaba pesado, amargo por haber recibido esa comida. Volví a tumbarme. Mi cabeza estaba lenta, mi cara inflamada, y la piel me rascaba. Me sentía impedido. Sólo deseaba quietud y algo de tomar.
A la una propusieron que bajáramos para pedir permiso de salir a jugar volleyball en el patio. San Diego aprovechó para darnos una vuelta por el primer piso. Quería mostrarnos la pileta donde bautizaban a los presos después de su primera visita conyugal. Cariñosamente me llevaba de gancho, con emoción. Cuando salimos la luz del medio día me encandiló. Me había parado muy rápido y la sangre se me bajó de la cabeza y tuve un momento de delirio. La visión del lugar se tamizó por una alucinación. Tuve que sostenerme de San Diego y, luego, me senté. En la luz del día me dijeron que no tenía buena cara. Andrés me hizo una "limpieza del aura" que me sentó muy bien. Me dijo que lo mejor era que saliera de ahí y me tomara un antialérgico y descansara. Podía ser peligroso. Me ví el cuerpo brotado y enrojecido. Me tocó aceptar la realidad: llevaba cuatro horas indispuesto y no había señas de mejoría, y peor, no podría compartir ese día con él. No quise que nadie me acompañara hasta el barco; no quiería privar a San Diego de otro visitante. Me despedí con tristeza y busqué la salida.
El guardia se mostró extrañado con mi petición, pues aún faltaba una hora para la salida. Pero al verme enrojecido me abrió la puerta. Como salí en el momento indebido, me sentía como haciendo algo prohibido y pude pensar que si fuera San Diego estaría en libertad. Fue una sensación fugazmente extraña.
Caminé hasta el barco tranquilamente, evitando la esquina de las malditas. Al llegar me tomé una Loratadina con mucho líquido y me recosté. Poco a poco sentí al mejoría y pude leer. Al atardecer tenía algunos síntomas, pero estaba ya recuperado. Pensaba en mi hermana. Un día en Méjico le pasó algo similar pero con abejas. Fue aún más fuerte y les cogió pavor. A ella, además de todo, se le habían inflamado los órganos internos y se le había cortado la respiración. Los médicos le dijeron que su sistema inmunológico se había sensibilizado y que la próxima vez podía ser peor. La condenaron a llevar siempre una jeringa y una ampolleta de Decadrón en la cartera. Si la volvián a picar, debería aplicarsela inmediatamente. Ella había estudiado medicina un tiempo y sabía aplicar inyecciones. Yo, en cambio, no podría hacerlo. Siempre me había parecido que el temor de mi hermana a las abejas era exagerado. Ahora la entiendo. Pensaba también que hace tan sólo dos semanas me había picado una avispa, y además de la hinchazón no me había pasado nada más. Y me queda la duda de si debo temer a todos los aguijones o sólo a la avispa específica que me atacó.
Al dñia siguiente me rascaban las plantas de las manos cuando me desperté. En el pecho tenía unas leves manchas rojas. Los tobillos estaban un poco inflamados. Los ojos y las cejas algo hinchados. El labio superior me rascaba. Sentía una leve pesadez en la cabeza. Durante el día fue mejorando la situación.
Ahora estoy casi del todo bien. Los labios de negro han reducido su tamaño hasta su casi grande normalidad. La rasquiña ha desaparecido casi del todo. Tal ves sólo me queda una leve paranoia con los insectos. Y un enorme vacío por San Diego, todavía encerrado en un lugar con una energía pesada y negativa que se empeña en destruirlo, que le impide vivir. Llegan a mí recuerdos difusos de la visita, empañados por el veneno.
__________________________
pueden ver fotos acá (lentamente desactualizadas)
o unas muy pocas en el blog de paul * del diario
d 333
_leticia, amazonas, colombia
Hoy me desperté con los labios tan hinchados que me quedaba dificil abrir los ojos. Pablo me dijo riendo:
-Bueno días mi negrito.
Me miré en el espejo y era verdad. Siempre he tenido labios prominentes pero ese día tenía una bemba colorá. Por un momento pensé que tanta marimba, cumbia, y currulao, no sólo me habían transformado el alma, sino que empezaban a modificar también mi cuerpo. Pero pronto recordé.
Todo empezó hace dos días, el sábado, cuando iba camino a la carcel a visitar a San Diego. Estoy seguro que resulta mucho más interesante leer sobre una visita a la carcel que sobre mis labios hinchados. Sin embargo, la experiencia en prisión estuvo absolutamente determinada por la causa de la hinchazón. Así que las dos historias tejieron esta experiencia.
San Diego tuvo la mala suerte de estar simultaneamente en el lugar y en el momento equivocados. Aunque no le había hecho daño a nadie, no hubo manera de detener la pesadilla. Era real. Ese día un par de policias lo requisaron y encontraron treinta gramos de mariguana. Es decir, diez gramos más de lo permitido por la Ley 30. Su paquete dejaba de ser la dosis personal y se convertía en "producción, porte y tráfico de narcóticos". Aunque no le han dado la sentencia, ahora está viviendo en la carcel de Leticia, hacinado en un mínimo calabozo con cuatro presos más.
Hace dos semanas San Diego era profesor de colegio. Dedicaba su tiempo libre a la música, a la fotografía, al capoeira, y a la navegación fluvial. Y claro, a compartir con sus amigos. Como lo encontraron con mariguana, ahora se considera peligroso para la sociedad. El dice que fuma para conectarse con su interioridad y así crear, y también, para relajarse. Otros piensas que eso lo hace un criminal.
El sábado era la primera vez que yo podía ir a visitarlo. Lleva ya doce días preso, pero la semana anterior yo no había estado en Leticia. Ese día íbamos varios. Por la situación ellos se veían cabizbajos. Yo en cambio estaba contento y lleno de buena vibra para alimentar el espíritu de mi amigo encerrado. Absurdamente encerrado. La situación se hacía peor porque esa noche se presentaba su grupo de percusión en el Pirarucú de Oro, un festival de música amazonense en el que él no se iba a poder presentar. Es más, creo que ni siquiera alcanzaría a oirlo desde su celda. De todas formas yo llevaba muy buena energía para darle, para dejarle.
Pronto pasamos por la esquina de la gobernación, junto al parque Santander. En el anden estaba un extraño señor espantándose tranquilamente varias avispas que intentaban atosigarlo. Felipe y yo pasamos a su lado sorprendidos y una me picó en la pierna.
-Puta, dije al sentir el ardor, y seguí caminando.
Unos pasos más adelante sentí que otra avispa se me paraba en la misma pierna, y alcancé a quitármela con los dedos y tirarla lejos. Y claro, salí corriendo. Alcancé a pensar que no me había picado. Pero en ese preciso instante el ardor comenzó de nuevo. Me había picado muy cerca de la otra picada.
En la selva me han picado varias avispas y otros bichos extraños, pero además de la hinchazón y la rasquiña, nunca había tenido problemas. Ni siquiera con la primera avispa que me picó cuando tenía poco más de dos años. Ese puede ser el primer recuerdo que tengo. Vivíamos en Cali en un edificio alto frente al rio. En el primer piso había un panal de avispas africanas, grandes, negras y aterradoras. Aún veo la escena con nitidez. Entra un niño pequeño caminando en una cocina de baldozas, muebles y techo blanco. Al fondo está su mamá de espaldas, haciendo algo sobre el mesón. El niño camina decididamente hacía ella. Repentinamente grita y cae al suelo, sujetándose el pie mientras hace gestos de terror. En el piso hay una mancha negra. Es una avispa que aunque está muerta, lo pica cuando la pisa. Tardé muchos años en comprender cómo me había picado si estaba muerta.
El sábado camino a la carcel alcancé a ver bien a las que me picaron: medianas y con un aguijón pintado de rayas negras y amarillas. A pesar de las picadas, seguí caminando, pensando nuevamente en San Diego. Su situación dejaba en un segundo plano un par de picadas. Paramos a comernos unas empanadas antes de llegar y le mostré a Pablo la pierna. Me habían salido dos ronchas de diámetro normal, pero infladas y duras. A ratos sentía la punzada ardiente de la picada, igual que cuando me habían picado.
Poco a poco siguieron apareciendo síntomas extraños. Sentí una picazón en la entrepierna y en las axilas y pensé que podía ser un hongo de humedad, típicos de la selva. Después una leve razquiña en la cabeza. También me rascó un antebrazo y alcancé a distinguir una mancha rojiza. Pagamos y seguimos caminando.
En la entrada de la carcel, mientras nos registraban, percibí otras sensaciones extrañas. Fueron las primeras de muchas que irían apareciendo a lo largo del día, una tras otra, y que permanecerían por ratos prolongados, unas más que otras, sucediéndose y yuxtaponiéndose en mi atolondrada percepción.
Primero fue la rasquiña intensa en el cuero cabelludo, atizada por el inclemente sol. Después ví como aparecian ronchitas en mis brazos entre manchas rojas que me apetecía rascarme. También en los cachetes. Como tenía la certeza de que me pasaría pronto, entré a la cercel sin dudar.
En seguida del control estaba la improvisada peluquería de Isabela: una silla, unas tijeras y un gran espejo. Ya me habían hablado de él. De ella. En fin: un travesti brasilero encarcelado por tráfico de drogas y por homicidio: mató al sapo. Le pedí que me dejara ver en el espejo. El brote era leve. Estoy bien, pensé.
Alcancé a los demás en la escalera llegando al segundo piso. Entramos al primer corredor y en la primera celda encontramos a San Diego. A duras penas se podía abrir la puerta que daba entrada a un espacio reducido con cuatro camarotes embutidos coronados por una hamaca pegada al techo.
-Es tan pequeño que tienen que salirse para que entré el sol.
Como San Diego aún no había sido sentenciado, no había sido asignado a una celda. Iba a tener que dormir en carretera, como llaman al corredor frente a las celdas, pero un grupo de presos lo invitó a hacinarse con ellos y colgó su hamaca encima de los camarotes
Lo saludé efusivamente. Lo abracé con fuerza un buen rato y no pude evitar hablarle de las picadas. Pasamos a una especie de hall junto al corredor y nos sentamos en una banca de cemento. Me sentí un poco desequilibrado y me recosté. Tenía unas bolitas en los brazos y algunas en las piernas. Noté que las dos ronchas habían desaparecido. El cuerpo las había absorbido y ahora estaban recorriendolo todo por la sangre.
Acostado sentí una opresión en el centro del pecho. Respiraba bien. No sentía que tuviera nada que ver con los pulmones, pero sí había un peso, una presión, tal vés en el corazón. Pensé que ahí recostado y relajado se me pasaría. Me habían picado cerca de las nueve y ya debíe de haber pasado una hora. Ellos estaban hablando, oyendo las historias de esa semana en prisión. Acostado, el ruido del lugar me impedía seguir el hilo de la conversación y sólo registraba frases sueltas. Eso, sumado a mi estado y a mi posición, me impedía participar en la conversa.
El lugar era encerrado. Mi cuerpo estaba cubierto por una fina capa de sudor. Escalofríos recorrían mi cuerpo. Una leve rasquiña me hacía consciente de la piel. Me senté ilusionado con una mejoría. Pero todo se me revolvió. Me sentí inquieto. Me recosté de nuevo. Sólo quería quietud. Me quedé dormido. Cuando desperté estaba tranquilo. Me levanté y de nuevo todo se me revolvió. Todos me miraron. Me dijeron que estaba rojo e hinchado. Sentía los párpados pesados y tras ellos los ojos irritados. Tenía sed. Pero sobretodo, tenía una tristeza por no poder controlarme y ser dueño de mí para estar presente, compartiendo con mi amigo y enterándome de la manera de ayudarlo a resolver su situación. Pero sólo podía, y deseaba, estar tumbado.
Un preso nos propuso conseguir almuerzo para todos a cambio de una de las barras de jabón y uno de los rollos de papel higiénico que le habíamos llevado a San Diego. Como le habíamos llevado suficientes y teníamos hambre, accedimos. Así vislumbré una gota del mar de mafia que se vive adentro.
Cuando llegó el almuerzo me senté y recibí un plato de icopor con dos raciones de comida: mucho arroz coloreado de amarillo, un poco de ensalada, unas tajadas de maduro y un bocado de carne. El borde del plato estaba agrietado y cuando lo cogí, cedió. Mi condición no me permitió reaccionar y la comida se cayó al piso. No tuve otra opción que recostarme de nuevo. Eventualmente comí un poco, pero no me sentó bien. El estómago se resintió, estaba pesado, amargo por haber recibido esa comida. Volví a tumbarme. Mi cabeza estaba lenta, mi cara inflamada, y la piel me rascaba. Me sentía impedido. Sólo deseaba quietud y algo de tomar.
A la una propusieron que bajáramos para pedir permiso de salir a jugar volleyball en el patio. San Diego aprovechó para darnos una vuelta por el primer piso. Quería mostrarnos la pileta donde bautizaban a los presos después de su primera visita conyugal. Cariñosamente me llevaba de gancho, con emoción. Cuando salimos la luz del medio día me encandiló. Me había parado muy rápido y la sangre se me bajó de la cabeza y tuve un momento de delirio. La visión del lugar se tamizó por una alucinación. Tuve que sostenerme de San Diego y, luego, me senté. En la luz del día me dijeron que no tenía buena cara. Andrés me hizo una "limpieza del aura" que me sentó muy bien. Me dijo que lo mejor era que saliera de ahí y me tomara un antialérgico y descansara. Podía ser peligroso. Me ví el cuerpo brotado y enrojecido. Me tocó aceptar la realidad: llevaba cuatro horas indispuesto y no había señas de mejoría, y peor, no podría compartir ese día con él. No quise que nadie me acompañara hasta el barco; no quiería privar a San Diego de otro visitante. Me despedí con tristeza y busqué la salida.
El guardia se mostró extrañado con mi petición, pues aún faltaba una hora para la salida. Pero al verme enrojecido me abrió la puerta. Como salí en el momento indebido, me sentía como haciendo algo prohibido y pude pensar que si fuera San Diego estaría en libertad. Fue una sensación fugazmente extraña.
Caminé hasta el barco tranquilamente, evitando la esquina de las malditas. Al llegar me tomé una Loratadina con mucho líquido y me recosté. Poco a poco sentí al mejoría y pude leer. Al atardecer tenía algunos síntomas, pero estaba ya recuperado. Pensaba en mi hermana. Un día en Méjico le pasó algo similar pero con abejas. Fue aún más fuerte y les cogió pavor. A ella, además de todo, se le habían inflamado los órganos internos y se le había cortado la respiración. Los médicos le dijeron que su sistema inmunológico se había sensibilizado y que la próxima vez podía ser peor. La condenaron a llevar siempre una jeringa y una ampolleta de Decadrón en la cartera. Si la volvián a picar, debería aplicarsela inmediatamente. Ella había estudiado medicina un tiempo y sabía aplicar inyecciones. Yo, en cambio, no podría hacerlo. Siempre me había parecido que el temor de mi hermana a las abejas era exagerado. Ahora la entiendo. Pensaba también que hace tan sólo dos semanas me había picado una avispa, y además de la hinchazón no me había pasado nada más. Y me queda la duda de si debo temer a todos los aguijones o sólo a la avispa específica que me atacó.
Al dñia siguiente me rascaban las plantas de las manos cuando me desperté. En el pecho tenía unas leves manchas rojas. Los tobillos estaban un poco inflamados. Los ojos y las cejas algo hinchados. El labio superior me rascaba. Sentía una leve pesadez en la cabeza. Durante el día fue mejorando la situación.
Ahora estoy casi del todo bien. Los labios de negro han reducido su tamaño hasta su casi grande normalidad. La rasquiña ha desaparecido casi del todo. Tal ves sólo me queda una leve paranoia con los insectos. Y un enorme vacío por San Diego, todavía encerrado en un lugar con una energía pesada y negativa que se empeña en destruirlo, que le impide vivir. Llegan a mí recuerdos difusos de la visita, empañados por el veneno.
__________________________
pueden ver fotos acá (lentamente desactualizadas)
o unas muy pocas en el blog de paul * del diario
No hay comentarios:
Publicar un comentario