viernes 21 de noviembre, 2008 *
d 330
_el tucumá, isla de la fantasía, leticia, amazonas, colombia
El pato estuvo amarrado hasta un domingo de tormenta de los vientos de Santa Rosa. Pero esa no sería la última vez. Ese no fue un día normal para ninguno de los dos: ni para él pato, ni para mí. Yo llevaba una semana en la zona, pero hasta entonces había dormido en la selva, nunca en la ciudad. Un amigo de mi tío me había hablado de la posibilidad de dormir en el Tucumá, un barco al que le estaban haciendo mantenimiento al otro lado de la Isla de la Fantasía.
El día que llegué a Leticia por río le pregunté al motorista si lo conocía.
-Ese barco amarillo que ve amarrado ahí en la orilla del río, ese es el Tucumá.
Pero cuando fui a buscarlo para pedir posada, ya no estaba ahí.
Qué extraño, pensé, ¿cómo era posible si yo había seguido el camino indicado? Bajé al malecón y pasé sobre el tambaleante puente de tablas hasta la Isla de la Fantasía; recorrí el camino de tierra que cruza la desnivelada cancha de fútbol en diagonal y entra dentro del arco del costado norte; enfilé por el sendero que comienza después de la última casa; atravesé el pantano caminando sobre las cataguas (unos enormes troncos del árbol del mismo nombre que se utilizan para hacer las balsas por su flotabilidad y resistencia para permanecer sumergidos), y luego el campo de arroz hasta la playa que dejaba el río al secarse. Ahí, en la orilla, debería estar el Tucumá. Lo había visto esa mañana. Pero no estaba.
Mi cara de desconcierto debió de haber sido evidente, porque una señora me gritó que al Tucumá se lo había llevado el viento antes de que yo pudiera pensar en preguntarle. Era doña Abigail, a quien más adelante conocería. Mi desconcierto aumentó cuando vi que el barco estaba en la otra orilla, en el Perú; sabía que el Tucumá no estaba en condiciones de navegar. Al parecer, la misma tormenta que me había obligado a esperar cerca del puerto en un almacén de papas, había vencido las amarras del Tucumá y lo había llevado a la deriva y contra la corriente hasta el otro lado del río Amazonas. Para esa época ese brazo del río tenía más de un kilómetro.
Los vientos de Santa Rosa los habían soplado hasta el otro lado. Se llaman así por la población homónima que queda enfrente de Leticia, en una isla perteneciente al Perú. En agosto estos vientos atemorizan a toda la población. Su nombre es en plural porque realmente son dos vientos: uno primero que va de Leticia hacía Santa Rosa, largo y con una fuerza que se incrementa; hasta que cesa repentinamente; y otro que se devuelve en dirección inversa arrasando con todo. Esos vientos aflojaron los amarres de las vigas, ancla y manilas y se llevaron el barco hasta el Perú.
Conseguí entonces que una canoa me cruzara a la otra orilla. Cuando llegué al barco el capitán me recibió emocionado; la tripulación aún estaba conmocionada por lo que había sucedido. Inmediatamente los conocí a todos: el Capitán Iago, su hombre-todo Maolo, y un gato banco con manchas atigradas llamado Fuhrer. Pronto descubrí que había otro tripulante: en medio del saludo el capitán gritó ¡mi pato! y corrió hacía la popa. Volvió agitado; acababa de salvar al pato de ahogarse. Con la tormenta se había caído fuera del barco y, como estaba amarrado, quedó enredado debajo del casco.
-¡Hi-jué-pú-ta! ¡Mi pato! ¡Casi se ahoga! Lo solté y no me importa si se va a la balsa de doña Abigail y se come toda la comida de sus patos.
Sin embargo, esa no fue la última vez que lo amarraron. Pero me adelanto a lo que ocurrió. Ese día entré a formar parte de la tripulación. Por haber sido el último en llegar me correspondió ser el último eslabón de la cadena alimenticia. Pero esta historia es sobre el pato.
Entonces conocí la historia del pato: la vecina se lo había regalado al capitán para darle la bienvenida al barrio de balsas flotantes. Aunque el pato tenía el porte exacto y correcto para haberse llamado Alberto Octavo, Luis Trece o simplemente Su Majestad, el imaginario del capitán, viciado por una adolescencia metalera en el Valle de Aburrá, no acertó más que a bautizarlo MacPato.
Hasta ese momento la relación más cercana que yo había tenido con los patos, o con la idea de pato, era la canción que había oído incansablemente cantar a Joao Gilberto cuando aprendía portugués; cuenta la malograda pero fantástica historia de un cuarteto vocal formado espontáneamente por un pato, un ánade (especie de pato que no sé cómo se llama bien en español pero en portugués es simplemente un marreco), un ganso y un cisne que terminan cayéndose al agua en medio del ensayo.
Al principio lo dejaron vivir en el barco como uno más: caminaba por entre los camarotes y recorría la cubierta. Sin embargo, perdió todos los privilegios al no entender que no se podía cagar por todo el barco. Entonces, pasó a vivir en la popa desde donde saltaba al agua y nadaba hasta la balsa de la vecina que no tardó en quejarse.
-Pero vecina, ¿qué hacemos entonces con el pato?
-Pues amárrenlo, contestó tajantemente.
Y así estuvo hasta el día de tormenta donde casi muere ahogado
Durante las primeras semanas que estuve en el barco el pato estuvo ausente casi todo el tiempo y lo olvidé. Dos meses después, apareció amarrado nuevamente en la popa.
-Me tocó amarrarlo otra vez porque le mató dos pollos a doña Abigail, dijo el capitán.
Se había convertido en un peligroso criminal que amenazaba el vecindario y debía ser aprisionado. A los pocos días yo ya no podía soportarlo; no sólo por la crueldad de tenerlo encerrado, sino por el asco que me producía el olor de sus desperdicios.
-Listo arquitecto, entonces hágale una casa.
La orden del capitán fue más trascendental de lo que él mismo pensaba, pues convirtió al pato en mi primer cliente.
Con la ayuda de otros marineros le construí una balsa. Con sogas amaramos varios troncos que la corriente llevaba río abajo e improvisamos una sombra con unos mástiles y una toalla desgastada. La amarramos al barco y ahí amarramos al pato. Entonces, no sólo el pato se convirtió en mi primer cliente, sino su cárcel en mi primera obra. Los primeros días fueron duros para mí; el pato se enredaba con los palos y el mástil hasta quedar inmovilizado y adolorido. Desenredarlo era complicado porque al no entender la situación daba picotazos. Para compensar su mala vida, comenzó a tener visitas de una pata de la vecina que nadaba hasta su balsa y le hacía compañía.
Hasta que otro domingo, parecido al día que llegué al Tucumá, todo volvió a cambiar de nuevo. Ese día el capitán no llegó a dormir. Al otro día nos enteramos que había pasado la noche con una amiga del puerto. Pero el lunes tampoco regresó. Al enterarnos que había sido encarcelado quedamos sin habla: eso nos convertía en huérfanos.
La denuncia era ambigua y según los abogados el caso se resolvería pronto, cuestión de procedimiento. Entonces aproveché la falta de mando incitando un pequeño amotinamiento: a pesar de los picotazos corté la cuerda que lo amarraba del tobillo y lo liberé. Al principio el pato no entendió su nueva condición y estuvo un buen rato inmóvil, como si aún estuviera encarcelado. Nos tocó atraerlo con comida hacia el agua para que saltara y sintiera su libertad.
El pato no sólo se había acostumbrado a la balsa sino que le había gustado y la consideraba su casa (al menos eso me gusta pensar). Desde entonces vive en ella. A veces sale a dar vueltas por el vecindario y visita a la otra pata. O bueno, la que pensábamos que era una pata; mientras él se paraba envalentonado inflando el pecho, ella movía la cola. Después, saltaban al agua y daban una vuelta nadando. Pero ayer algo extraño sucedió: yo estaba observando su comportamiento en pleno coqueteo para poder escribir este cuento cuando la que pensábamos que era una pata se le paró encima y lo sujetó por el pescuezo con el pico mientras intentaba poseerlo. MacPato logró zafarse y se hundió, y apareció varios metros más allá y se le escapó. Ahora parece que los dos son machos porque desde entonces MacPato no permite que se acerque a su balsa. No sólo es difícil esto del reconocimiento del sexo de los patos, sino todo su comportamiento sexual
Yo siempre pensé que si el pato iba a estar amarrado era mejor comerlo.
-No hay manera, ni pensarlo, eso queda prohibido, repuso el capitán, y añadió, donde manda capitán no manda marinero.
Ahora el pato está libre y es cada vez más grande, más gordo. Y como ahora no hay capitán, me amotiné de nuevo y decidí que en celebración de su pronta libertad comeremos estofado de pato. Alea jacta est.
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pueden ver fotos acá (lentamente desactualizadas)
o unas muy pocas en el blog de paul
* del diario
d 330
_el tucumá, isla de la fantasía, leticia, amazonas, colombia
El pato estuvo amarrado hasta un domingo de tormenta de los vientos de Santa Rosa. Pero esa no sería la última vez. Ese no fue un día normal para ninguno de los dos: ni para él pato, ni para mí. Yo llevaba una semana en la zona, pero hasta entonces había dormido en la selva, nunca en la ciudad. Un amigo de mi tío me había hablado de la posibilidad de dormir en el Tucumá, un barco al que le estaban haciendo mantenimiento al otro lado de la Isla de la Fantasía.
El día que llegué a Leticia por río le pregunté al motorista si lo conocía.
-Ese barco amarillo que ve amarrado ahí en la orilla del río, ese es el Tucumá.
Pero cuando fui a buscarlo para pedir posada, ya no estaba ahí.
Qué extraño, pensé, ¿cómo era posible si yo había seguido el camino indicado? Bajé al malecón y pasé sobre el tambaleante puente de tablas hasta la Isla de la Fantasía; recorrí el camino de tierra que cruza la desnivelada cancha de fútbol en diagonal y entra dentro del arco del costado norte; enfilé por el sendero que comienza después de la última casa; atravesé el pantano caminando sobre las cataguas (unos enormes troncos del árbol del mismo nombre que se utilizan para hacer las balsas por su flotabilidad y resistencia para permanecer sumergidos), y luego el campo de arroz hasta la playa que dejaba el río al secarse. Ahí, en la orilla, debería estar el Tucumá. Lo había visto esa mañana. Pero no estaba.
Mi cara de desconcierto debió de haber sido evidente, porque una señora me gritó que al Tucumá se lo había llevado el viento antes de que yo pudiera pensar en preguntarle. Era doña Abigail, a quien más adelante conocería. Mi desconcierto aumentó cuando vi que el barco estaba en la otra orilla, en el Perú; sabía que el Tucumá no estaba en condiciones de navegar. Al parecer, la misma tormenta que me había obligado a esperar cerca del puerto en un almacén de papas, había vencido las amarras del Tucumá y lo había llevado a la deriva y contra la corriente hasta el otro lado del río Amazonas. Para esa época ese brazo del río tenía más de un kilómetro.
Los vientos de Santa Rosa los habían soplado hasta el otro lado. Se llaman así por la población homónima que queda enfrente de Leticia, en una isla perteneciente al Perú. En agosto estos vientos atemorizan a toda la población. Su nombre es en plural porque realmente son dos vientos: uno primero que va de Leticia hacía Santa Rosa, largo y con una fuerza que se incrementa; hasta que cesa repentinamente; y otro que se devuelve en dirección inversa arrasando con todo. Esos vientos aflojaron los amarres de las vigas, ancla y manilas y se llevaron el barco hasta el Perú.
Conseguí entonces que una canoa me cruzara a la otra orilla. Cuando llegué al barco el capitán me recibió emocionado; la tripulación aún estaba conmocionada por lo que había sucedido. Inmediatamente los conocí a todos: el Capitán Iago, su hombre-todo Maolo, y un gato banco con manchas atigradas llamado Fuhrer. Pronto descubrí que había otro tripulante: en medio del saludo el capitán gritó ¡mi pato! y corrió hacía la popa. Volvió agitado; acababa de salvar al pato de ahogarse. Con la tormenta se había caído fuera del barco y, como estaba amarrado, quedó enredado debajo del casco.
-¡Hi-jué-pú-ta! ¡Mi pato! ¡Casi se ahoga! Lo solté y no me importa si se va a la balsa de doña Abigail y se come toda la comida de sus patos.
Sin embargo, esa no fue la última vez que lo amarraron. Pero me adelanto a lo que ocurrió. Ese día entré a formar parte de la tripulación. Por haber sido el último en llegar me correspondió ser el último eslabón de la cadena alimenticia. Pero esta historia es sobre el pato.
Entonces conocí la historia del pato: la vecina se lo había regalado al capitán para darle la bienvenida al barrio de balsas flotantes. Aunque el pato tenía el porte exacto y correcto para haberse llamado Alberto Octavo, Luis Trece o simplemente Su Majestad, el imaginario del capitán, viciado por una adolescencia metalera en el Valle de Aburrá, no acertó más que a bautizarlo MacPato.
Hasta ese momento la relación más cercana que yo había tenido con los patos, o con la idea de pato, era la canción que había oído incansablemente cantar a Joao Gilberto cuando aprendía portugués; cuenta la malograda pero fantástica historia de un cuarteto vocal formado espontáneamente por un pato, un ánade (especie de pato que no sé cómo se llama bien en español pero en portugués es simplemente un marreco), un ganso y un cisne que terminan cayéndose al agua en medio del ensayo.
Al principio lo dejaron vivir en el barco como uno más: caminaba por entre los camarotes y recorría la cubierta. Sin embargo, perdió todos los privilegios al no entender que no se podía cagar por todo el barco. Entonces, pasó a vivir en la popa desde donde saltaba al agua y nadaba hasta la balsa de la vecina que no tardó en quejarse.
-Pero vecina, ¿qué hacemos entonces con el pato?
-Pues amárrenlo, contestó tajantemente.
Y así estuvo hasta el día de tormenta donde casi muere ahogado
Durante las primeras semanas que estuve en el barco el pato estuvo ausente casi todo el tiempo y lo olvidé. Dos meses después, apareció amarrado nuevamente en la popa.
-Me tocó amarrarlo otra vez porque le mató dos pollos a doña Abigail, dijo el capitán.
Se había convertido en un peligroso criminal que amenazaba el vecindario y debía ser aprisionado. A los pocos días yo ya no podía soportarlo; no sólo por la crueldad de tenerlo encerrado, sino por el asco que me producía el olor de sus desperdicios.
-Listo arquitecto, entonces hágale una casa.
La orden del capitán fue más trascendental de lo que él mismo pensaba, pues convirtió al pato en mi primer cliente.
Con la ayuda de otros marineros le construí una balsa. Con sogas amaramos varios troncos que la corriente llevaba río abajo e improvisamos una sombra con unos mástiles y una toalla desgastada. La amarramos al barco y ahí amarramos al pato. Entonces, no sólo el pato se convirtió en mi primer cliente, sino su cárcel en mi primera obra. Los primeros días fueron duros para mí; el pato se enredaba con los palos y el mástil hasta quedar inmovilizado y adolorido. Desenredarlo era complicado porque al no entender la situación daba picotazos. Para compensar su mala vida, comenzó a tener visitas de una pata de la vecina que nadaba hasta su balsa y le hacía compañía.
Hasta que otro domingo, parecido al día que llegué al Tucumá, todo volvió a cambiar de nuevo. Ese día el capitán no llegó a dormir. Al otro día nos enteramos que había pasado la noche con una amiga del puerto. Pero el lunes tampoco regresó. Al enterarnos que había sido encarcelado quedamos sin habla: eso nos convertía en huérfanos.
La denuncia era ambigua y según los abogados el caso se resolvería pronto, cuestión de procedimiento. Entonces aproveché la falta de mando incitando un pequeño amotinamiento: a pesar de los picotazos corté la cuerda que lo amarraba del tobillo y lo liberé. Al principio el pato no entendió su nueva condición y estuvo un buen rato inmóvil, como si aún estuviera encarcelado. Nos tocó atraerlo con comida hacia el agua para que saltara y sintiera su libertad.
El pato no sólo se había acostumbrado a la balsa sino que le había gustado y la consideraba su casa (al menos eso me gusta pensar). Desde entonces vive en ella. A veces sale a dar vueltas por el vecindario y visita a la otra pata. O bueno, la que pensábamos que era una pata; mientras él se paraba envalentonado inflando el pecho, ella movía la cola. Después, saltaban al agua y daban una vuelta nadando. Pero ayer algo extraño sucedió: yo estaba observando su comportamiento en pleno coqueteo para poder escribir este cuento cuando la que pensábamos que era una pata se le paró encima y lo sujetó por el pescuezo con el pico mientras intentaba poseerlo. MacPato logró zafarse y se hundió, y apareció varios metros más allá y se le escapó. Ahora parece que los dos son machos porque desde entonces MacPato no permite que se acerque a su balsa. No sólo es difícil esto del reconocimiento del sexo de los patos, sino todo su comportamiento sexual
Yo siempre pensé que si el pato iba a estar amarrado era mejor comerlo.
-No hay manera, ni pensarlo, eso queda prohibido, repuso el capitán, y añadió, donde manda capitán no manda marinero.
Ahora el pato está libre y es cada vez más grande, más gordo. Y como ahora no hay capitán, me amotiné de nuevo y decidí que en celebración de su pronta libertad comeremos estofado de pato. Alea jacta est.
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pueden ver fotos acá (lentamente desactualizadas)
o unas muy pocas en el blog de paul
* del diario
2 comentarios:
Nicoco!! Dejaste de escribir mucho tiempo, o de publicar, es mas preciso. Te extrañaba! Hace poco vi que volviste a publicar, pero andaba medio enredada. Hoy he vuelto a leerte y me da emoción. Esto que acabo de leer esta muy divertido, se comieron a macpato??
Te mando un beso grande
ale, si habnía dejado, pero sabes que es síndrome de estar mucho tiempo en un lugar, pero ahí subí muchos comentarios. Y de mac pato, nops lo llevamos a la selva esta semana para comerlo en navidad. Espero pronto escribir sobre ese suceso y su desenvolvimiento.
Me hace feliz saber que siges tras las dos ruedas
Te quieor mucho
nico
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